sábado, 1 de octubre de 2011

El don del sacerdocio en la Iglesia

Ofrecemos esta información/meditación para el Rvdo. Padre Edgar Pinos en el aniversario de su ordenación sacerdotal y deseamos que el Señor santifique su persona y su ministerio


El Sínodo de 1990 y Pastores Dabo Vobis han sucedido pocos años después del Sínodo de 1987, al que siguió, a su vez, la Exhortación postsinodal Christifideles laici (Sobre la vocación y la misión de los fieles laicos en la Iglesia y el mundo, 1988), en la que el Papa dedica especial atención al papel de los laicos en la Iglesia y el mundo bajo la luz del Concilio, en particular de Lumen Gentium. Lumen Gentium declara con toda la claridad deseable que el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial (o jerárquico) «difieren de manera esencial y no sólo de grado» (n° 10).

Siguiendo las directrices del Concilio y del Sínodo de 1987, en Christifideles laici, el Papa dedica mucha atención al peligro de confusión entre el sacerdocio y el estado laical, destacando que «los ministerios ordenados, más allá de las personas que los reciben, son una gracia para toda la Iglesia» (CL, n° 22). Se trata de un punto muy importante, porque se centra en el hecho de que los sacerdotes son ordenados por un motivo específico, esto es, el servicio al pueblo de Dios. Cuando se pierde la diferencia ontológica entre los sacerdotes y el pueblo, se pierde también el servicio importante de los ordenados al pueblo.

Claro que si se olvida o rechaza el vínculo ontológico específico que une a los sacerdotes ‑y sólo a ellos‑ a Cristo, ha de surgir una crisis en la identidad sacerdotal. Este vínculo se forja con la ordenación y es con ella que el sacerdote se vuelve alter Christus. Al ser «otro Cristo», el sacerdote tiene el derecho y la responsabilidad de santificar (munus sanctificandi), de enseñar (munus docendi) y gobernar (munus regendi). Sus esfuerzos por santificar, enseñar y gobernar a quienes han sido confiados a su cuidado pastoral indican su identificación con Cristo, quien es, al mismo tiempo, sacerdote, profeta y rey. Por ello, si los sacerdotes dejan de santificar, enseñar y gobernar, su identidad se altera y distorsiona, y los laicos quedan huérfanos de ese servicio sacerdotal fundamental que es «imprescindible para que participen en la misión de la Iglesia» (CL, n° 22).

Celebrar la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, perdonar los pecados y ungir a los enfermos, es propio y exclusivo de los sacerdotes, es su función principal, su deber imperativo, vital, irremplazable. No es el ser trabajador social, consejero, terapeuta, líder, tanta otra cosa. De la salud y vitalidad del sacerdote depende la salud y vitalidad de la iglesia. “Rogad al Dueño de la mies para que envíe obreros a su mies”.


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