viernes, 17 de junio de 2011

Sucumbíos: Iglesia y misión

Iglesia y misión

La concepción católica de la misión hace concebirla con un fin esencialmente religioso: el bien de las almas y la bienaventuranza eterna. De ahí la importancia de la vida sacramental, especialmente de la Eucaristía, de la catequesis y de todo lo que pone en foco la espiritualidad cristiana. Hay que considerar que la misión tiene importantes y necesarios efectos en la vida temporal, lleva a plasmar el orden cristiano que deriva del cumplimiento de los mandamientos. Por eso la labor evangelizadora y la labor civilizadora van juntas ¡Sí, la Iglesia camina con dos pies!

La concepción de los “neo-misioneros” de la teología mal llamada de la liberación es diferente: se trata de construir un orden social nuevo con una finalidad terrena a la que llaman reino de Dios en la tierra o, sencillamente, “el reino”. Las personas realizan y agotan su vocación humana en este mundo. Los misioneros que así piensan (como los carmelitas o los consolatos de Sucumbíos) truenan contra la sociedad de consumo basada en el egoísmo… pero caen del otro lado, propiciando el colectivismo y hasta el ideal de la vida tribal y promiscua, donde todo es común y no hay prejuicios ni tabúes. Más que catequizar, hay que concientizar y agitar. La meta que se proponen la llaman –no sin razón- “utopía del reino”. Las semillas del reino están vivas en los indígenas; ellos nada tienen que aprender de la Iglesia y, en cambio, la Iglesia sí debe de ser evangelizada por los indios. La Iglesia debe acompañar y aprender mucho de los nativos y no debe enseñar (término que equiparan a “imponer”) el Evangelio.

Esta diferencia radical de visión es la que ha pautado la tensa relación entre los misioneros Heraldos del Evangelio y la llamada iglesia de Isamis. El conflicto tenía que producirse. Y se produjo.

“No se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía” (Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n° 6), nos enseña el Concilio.

La iglesia de Isamis nos dice, en cambio: “El punto central de la reunión de la Comunidad es la lectura y reflexión de la Palabra de Dios. Desde ahí se ilumina la vida y se buscan los signos de la presencia de Dios (…) y se organiza la vida de las comunidades y los compromisos que el Señor nos pide para llevar adelante el Proyecto de Jesús: la construcción del Reino”. “El futuro de la iglesia está ahora en los ministerios”. (“Isamis, iglesia comunidad ministerial al servicio del reino”, Puerto Libre, Equipo de Espiritualidad Monte Carmelo, noviembre de 2007).

Estas dos citas muestran con claridad dos visiones, dos iglesias. Una es la Iglesia Católica que posee el tesoro del Sacramento del Orden para poder perpetuar el misterio Pascual. Otra es la iglesia comunidad-ministerial –que también la llaman la “Iglesia de Jesús”, como si fuese diferente de la Católica- en que se sub estima o se ignora al Sacerdocio ordenado y a la Eucaristía, y se sobrevalora a los laicos que deben comprometerse en las labores sociales.

“El ministerio de los Sacerdotes, en virtud del Sacramento del Orden, en la economía de la salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea (…)” (Beato Juan Pablo II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n°  29)

Desde el primer momento, la prioridad de los misioneros Heraldos fue la de hacer participar a los fieles de la Eucaristía, celebrándola diariamente y con el mayor cuidado y esplendor posibles, respetando las rúbricas y en horarios fijos, especialmente los días domingo, pues “la Sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las iglesias locales aisladas de la Iglesia Universal” (Beato Juan Pablo II, AAS, 92 (2000), 485)

También otra prioridad fue de cuidar y mejorar las condiciones de la reserva del Santísimo en los lugares en que estaba tan descuidada. Se procuró asimismo facilitar de todas las maneras los sacramentos de la Reconciliación y de la Unción de los Enfermos y, mediante una preparación aplicada, los del Bautismo, Confirmación, Eucaristía y Matrimonio.

Y en la Asamblea Diocesana de noviembre de 2010, el nuevo Administrador Apostólico propuso que dichas asambleas mensuales se iniciasen con la celebración de una Misa, sugerencia que les sorprendió como si viniese de un marciano y que cayó, por supuesto, en saco roto.

En el “Proyecto de la construcción del Reino”, no estaban, por cierto, estas prioridades.
Eso desencadenó una incompatibilidad y una crítica discreta al inicio y, por fin, una persecución implacable contra los nuevos misioneros, hasta que se logró su salida (¿temporaria?) del Vicariato. ¿Cómo se pretende ahora “sanar heridas” y promover la “reconciliación” cuando en un asunto tan sensible, tan esencial, no hay acuerdo?

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